“Vestuario de hombres” es una obra escandalosamente obscena.
Y no por la floración de traseros desnudos que, aunque explicables por el lugar donde
ocurren los hechos, no son todos necesarios para el desarrollo o la comprensión
de la historia.
Lo es porque es un insulto a la inteligencia del público, una
tomadura de pelo disfrazada de polémica: se vende como una obra que retrata
temas tabú o del ámbito privado de varones y deportistas, con especial énfasis
en el dóping, pero en realidad los aborda de manera superficial y los banaliza
al hacer bromas de ellos, lo que convierte a las dos largas
–larguísimas– horas de función en una tediosa espera de que alguien diga o haga algo interesante.
–larguísimas– horas de función en una tediosa espera de que alguien diga o haga algo interesante.
De una obra en la que “actúan” David Zepeda o Mark Tacher
una sabe qué esperar, pero a ésta, que el miércoles 13 de mayo comenzó en el
Teatro Armando Manzanero de Mérida su gira por el interior del país, había que
darle el beneficio de la duda por su elenco de actores desconocidos, su origen
de exportación (un aspecto a favor en el sentido de que ya había probado su éxito con
otros públicos) y sus inicios en un foro independiente, del que pasó a un
escenario más comercial por el interés de la audiencia.
Tal vez esa audiencia está más dispuesta a tolerar una obra
de un solo acto que deja pasar de 15 a 20 minutos desde su inicio antes de
plantear un problema en el cual centrar la atención. Porque antes de que esto
ocurra los personajes protagonizan una suma de
sketches (se insultan, tontean…) que no aportan información sobre sus
personalidades ni sobre la trama.
El primer “gran tema” que tratan es el del consumo de
drogas, que el propio entrenador provee a los jugadores. Cuando Lorens (Eduardo Vaughan) le grita al
coach Bocha (Pablo Perroni) que no se quiere drogar, el ajetreo en el escenario
se detiene y desde las butacas se piensa que ahora sí esto se va a poner
serio. Pero lo que sigue es un diálogo repetitivo entre Bocha, Lorens y otro de
los jugadores en el que el primero asegura que la sustancia que les está
repartiendo no es droga, el segundo se pregunta: “¿Entonces no es droga?” y el
tercero le dice: “Sí es droga”. Cuando le preguntan a Lorens por qué no quiere
drogarse, su respuesta es: “Porque mi papá no quiere”… Es un argumento tan
contundente y convincente que nadie lo rebate… y minutos después la discrepancia
se zanja cuando Lorens, motivado por los discursitos de autosuperación personal
que sus compañeros pronuncian después de una fallida entrevista por televisión
con un canal de México, le dice al entrenador: “Sí me voy a drogar”…
Por si no era suficiente el absurdo al abordar este tema,
se recurre después a la burla: cuando Lorens sale del baño luego de consumir el
estimulante, vomita y actúa como si estuviera borracho; sus compañeros, lejos de procurarle
atención, lo ignoran y manipulan, en un supuesto intento de la obra por
resultar humorística. Entonces hay que preguntarse: ¿Es el dóping un conflicto
en esta historia? ¿Estamos ante una comedia que toma con ligereza asuntos
graves de la vida real? Y, sobre todo, ¿todas estas situaciones nos conducen a
algún lado en la trama?
Otro supuesto tema serio es el de la homosexualidad, que se
trata cuando Pechu (Kevin Holt) es “sacado del clóset” por un compañero con el
que discute. Poco a poco los otros jugadores se van retirando del escenario, en
aparente señal de rechazo a Pechu, quien se queda en silencio y camina despacio
por el vestuario, más como alguien que vaga por un lugar desconocido que como
alguien incómodo por una revelación inesperada. Uno de sus compañeros se le
acerca y le dice que sabe que no es gay, Pechu responde: “Pues sólo ve y diles
que no lo soy” para aclarar la situación, pero el jugador le dice que no lo
puede defender en público porque entonces los demás van a pensar que él sí lo
es. Y tan tan, fin del gran tema, no se vuelve a tocar más, excepto por el
siguiente parlamento de otro personaje, Silvestre (Fernando Bueno), que
incoherentemente trata de explicar la “teoría del pulpo” según la cual uno de
cada 10 hombres es gay.
Entre las dos horas de “Vestuario de hombres” hay algunas
cosas rescatables:
* La actuación de Bueno, el único que parece
realmente haber construido un personaje.
* La Haka, que el equipo baila antes de salir a
jugar la final de lacrosse y que, aunque no fue realizada con gran apego a la danza
ritual, al menos fue un momento de frescura.
* La indicación final de Bocha, que pide al
equipo, después de ser confrontado por su corrupción, destruir el vestidor, lo que
nos muestra a un hombre sin escrúpulos perfectamente creíble.
* Y la última reflexión sobre el dóping, porque al
final (literamente) sí hubo una que sonó seria e interesante, en la que el
jugador líder cuestiona a sus compañeros, entre los que empezaba a surgir el
remordimiento por haber triunfado con trampa: “¿Creen que estamos aquí porque
somos muy chingones?”. Y les subraya que
él sí tiene el valor de hacer lo que se necesita para tener un poco de
satisfacción en la vida.
En la función de las 9:30 p.m. el teatro fue ocupado en una
cuarta parte de su capacidad. La anterior presentación fue a las 7.
Escena de "Vestuario de hombres" (foto tomada de la web de Diario de Yucatán). |
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