lunes, 24 de junio de 2013

Una hija malcriada

 
Héctor Hernández y Alma Rosa Cota agradecen, con el
elenco de "La fille mal gardée", los aplausos del público.

El Ballet Clásico de Yucatán se fundó hace dos años después de que sus creadores, Alma Rosa Cota y Héctor Hernández, intentaran primero agrupar a talentos locales mediante alianzas con otros maestros.

El Ballet Clásico ha presentado hasta ahora “El lago de los cisnes” en una versión muy similar a la adaptación que hace la Compañía Nacional de Danza para el lago de Chapultepec (de una hora de duración y con voz en off de un narrador), “El Cascanueces” (también similar a la de la CND), un programa combinado que incluyó el estreno en Mérida de “Dionaea”, coreografía de Gustavo Herrera atractiva, bien ensayada, con Montserrat Castellanos como solista, y “La fille mal gardée”, un ballet de tintes cómicos que llevó a escena por primera vez el domingo 26 de mayo, en dos funciones en el Teatro Armando Manzanero.

En las entrevistas que han ofrecido, Alma y Héctor han explicado que el propósito de su proyecto es servir de medio para que los estudiantes de danza graduados de escuelas de Yucatán tengan la oportunidad de experimentar las exigencias del trabajo escénico, la vida del bailarín profesional. De entrada hay que esperar que los integrantes de esta agrupación tengan múltiples estilos y niveles técnicos (tantos como escuelas de danza hay en Mérida), la mayoría de ellos claramente apto para festivales académicos pero muy lejos de encontrarse a la altura de un gran escenario.

Si este aspecto no se pierde en ningún momento de vista, la producción de “La fille mal gardée” del Ballet Clásico de Yucatán resulta agradable de ver por la comicidad de su historia, la agilidad con que transcurren los hechos (comprimidos a una hora de representación, con breves pausas musicales con el telón abajo a manera de intermedios) y el encanto de su partitura.

Para interpretar el papel de Mamá Simone tanto en la función de 10 a.m. como la de 12 i.m. se invitó a actuar al bailarín profesional Jorge Zúñiga, actualmente residente en Quintana Roo. Son evidentes las tablas y aptitudes de Jorge para encarnar a la viuda sobreprotectora que intenta casar a su hija Lisette (Elena Vales en la primera presentación, Ailett Perches en la segunda) con un tontín adinerado (Guillermo Burgos), a pesar de que la joven quiere andar con Colin (Matthew Denegrevaugh; figura estilizada, algunos problemas de equilibrio).

Mamá Simone (Jorge Zúñiga) baila con las amigas
de su hija Lisette.
Jorge es hilarante en sus expresiones exageradas, que evidencian su dominio del personaje. Especialmente simpática es la escena en que toca la pandereta mientras su hija baila: al mover el instrumento todo él se convulsiona, incluyendo su “busto”, al que mira con una mezcla de terror y vergüenza por cómo se agita. Lo único que se le puede reprochar es su caracterización física, porque su vestuario y maquillaje, lejos de mostrarlo como una mujer grotesca y hombruna como se acostumbra (una doña Tremebunda al estilo de Condorito), lo hacen ver bastante femenino, y que en la escena del baile con los zuecos sus zapatos no sonaran como la madera.

Jorge es la columna vertebral de la producción, a la que no le fue mal en audiencia, pues en la función del mediodía logró llenar unos tres cuartos de asientos de la sala principal del teatro. El acceso fue con boletos que costaron $60.


Colin (Matthew Denegrevaught) y Lisette (Ailett Perches).

miércoles, 5 de junio de 2013

Ahí vienen los rusos

La presentación de anoche del Ballet Imperial Ruso en el Teatro Armando Manzanero es un ejemplo de buenas intenciones que caen en el camino equivocado.

A diferencia de otros espectáculos rusos de danza que han llegado a Mérida por medio de los mismos promotores, éste no se percibió como un intento de verle la cara al espectador con un híbrido de bailarines tomados de diferentes compañías sólo para armar una gira y presentar cualquier clásico en versión falta de ingenio.

A pesar de que es evidente que algunos de sus artistas son más talentosos que otros (la chica que interpretó a Carmen en la primera de las tres partes del programa tiene unas líneas muy bellas y movimientos gráciles), también es claro que forman un grupo que está en la misma sintonía, que tiene cohesión y homogeneidad en la manera de interpretar las coreografías, algo que no se ve en los ensambles efímeros en los que la falta de conocimiento y trabajo conjunto se delata en actuaciones anémicas y sin intención.

El problema del Ballet Imperial Ruso son sus coreografías. O al menos sus versiones de “Carmina Burana” y “Bolero”, que ocuparon toda la segunda y la tercera partes, respectivamente, y que, gracias a la persistente visión ahorradora de sus promotores, sus creadores permanecerán ignorados por el público ante la falta de programas de mano que le informara de sus nombres. “Carmina Burana” –en una entrevista días antes con Diario de Yucatán la responsable de la gira por México dijo que la coreógrafa es Maya Murdmaa es una aproximación la mayor parte del tiempo contemporánea, por momentos neoclásica, a la obra de Carl Orff en la que los solistas encuentran caminos de lucimiento en esos giros y saltos en los que los rusos son tan buenos. Los movimientos procuran la simetría y la sincronía con las notas de la música, pero parecen aislados unos de otro, faltos de sentido en su conjunto, como si alguien pronunciara una secuencia de palabras u oraciones que, sin embargo, no crean un discurso.

El programa se cerró con “Bolero”. En la coreografía contemporánea de Nikolay Androsov con la música de Maurice Ravel flotan en el aire sentimientos de fuerza, de poder, no sólo por la figura de una deidad ante la cual se baila –y que dota de argumento a la obra-, sino también por el uso de vestuario negro de la cabeza a los pies, que imprime en los bailarines un halo de misterio. Androsov inicia su coreografía no con las sutiles, casi inaudibles, notas de “Bolero”, sino con sonido de truenos y un juego de luces que transmite la idea de una tormenta, a los que sigue un efecto de humo. Mi rechazo a la versión de Androsov está en experiencias personales previas con la obra; para mí “Bolero” equivale a intimidad, sensualidad, no una demostración de poderío, no sacrificios a una deidad, no carreras frenéticas de un lado a otro del escenario.

Pero la función tuvo algo muy bueno:  la suite “Carmen”, que, según algunos medios de prensa, es la creada por Alberto Alonso. A medio camino entre moderna y neoclásica, ofrece imágenes armoniosas tanto en los pas de deux como en las intervenciones del cuerpo de baile, además de que presenta retos técnicos para los solistas. En la tríada Carmen, don José y Escamillo (sin programas de mano cómo saber los nombres de sus intérpretes…) son los dos primeros los que sobresalen. Se entiende por qué Carmen está tan enamorada de don José, es muy fácil ser conquistada por la velocidad que éste le imprime a sus giros. De especial impacto son los enfrentamientos finales entre el amante obsesionado y la tabacalera, y entre Escamillo y el toro, que se  presentan de manera simultánea, incluyendo las estocadas a Carmen y al astado. Si habría que pedirle algo al Ballet Imperial en esta coreografía es algo más de expresividad en sus protagonistas, pues para ser una historia trágica se vieron algo contenidos.

A lo largo de la presentación, en la que el teatro se ocupó en un 90% de su capacidad, fueron comunes los problemas con el sonido, que bajaba y subía de volumen (las primeras notas de “Bolero” no comenzaron por lo bajo ni fueron en crescendo, sino con el volumen estándar del resto de la música). Y, sin embargo, no salí molesta como en otras ocasiones, porque sentí un auténtico esfuerzo de la agrupación visitante por ofrecer un programa nutrido (casi de tres horas) y con un sello personal.


Solamente se ofreció una función, que comenzó a las 8.

El Ballet Imperial Ruso al final de "Carmina Burana".

Una de las escenas iniciales de "Bolero".