martes, 28 de mayo de 2013

El cartero sólo necesita llamar una vez


Es difícil encontrar una definición para la forma de actuar de Ignacio López Tarso sin caer en lugares comunes o exageraciones. Tal vez en nadie mejor que en él se puede usar la expresión de que “da vida al personaje” porque auténticamente eso es lo que hace: lo vuelve real.

No importa que su papel sea la de un poeta muerto hace décadas, que su historia se sitúe a finales de la década de 1960 y principios de 1970 y que recite los versos y parlamentos escritos por otros. Cuando Ignacio López Tarso habla en "El cartero" es como si se escuchara a un viejo conocido decir de la manera más ordinaria que está lloviendo.

Esa habilidad con la que al actor le han premiado el talento y la experiencia es la columna vertebral en que se sostiene la obra, de la que el lunes 20 se ofrecieron dos funciones en el Teatro Armando Manzanero. Con don Ignacio comparten créditos Helena Rojo, Rolf Petersen, como el cartero Mario Jiménez, y Sara Maldonado, como Beatriz González, la joven cuyos afectos desea ganar Mario con la ayuda de la poesía y la amistad de Pablo Neruda-López Tarso.
        
El de Helena Rojo es un caso similar al de López Tarso: sus tablas le permiten bordar un personaje al que se siente verdadero, en el que los diálogos ficticios suenan posibles. Pero la trayectoria de los dos veteranos (López Tarso a sus 88 años se permite incluso improvisar) pone en desventaja a los actores más jóvenes, a los que en comparación con ellos se les nota exagerados, falsos. El estilo telenovelero de Sara Maldonado es como una basura en el ojo: una molestia constante...

Escenografía de "El cartero" que representa la casa
de Pablo Neruda en Isla Negra.
Pero López Tarso, la música de Los Beatles que se usa como fondo (don Ignacio incluso se mueve al ritmo de una de las canciones), la cálida escenografía modular que de un lado es la fachada de la casa de Neruda en Isla Negra y de la otra, el hogar de Beatriz y su mamá (Helena Rojo); los juegos de luces que evocan ambientes por unos instantes, y la agilidad de la narración hacen de “El cartero” una obra que merecía tener más que la mitad del público que la vio en la función de 9:30 p.m. Para ser perfecta sólo le faltaría no caer en la tentación de querer embolsarse a los asistentes con referencias locales (en un momento el cartero dice que está llegando de Valladolid) y moderar un poco el acento de clase media baja del centro de México que utiliza Helena Rojo, porque ambos factores chocan con la pretensión del autor de situarnos en Chile.

Al final, la ovación a Ignacio López Tarso confirmó la satisfacción del público con la oportunidad de ver en escena al primer actor.

Rolf Petersen, Helena Rojo, Ignacio López Tarso y Sara
Maldonado, en el agradecimiento final de "El cartero".

lunes, 20 de mayo de 2013

De desnudos y obscenidades


“Vestuario de hombres” es una obra escandalosamente obscena. Y no por la floración de traseros desnudos que, aunque explicables por el lugar donde ocurren los hechos, no son todos necesarios para el desarrollo o la comprensión de la historia.

Lo es porque es un insulto a la inteligencia del público, una tomadura de pelo disfrazada de polémica: se vende como una obra que retrata temas tabú o del ámbito privado de varones y deportistas, con especial énfasis en el dóping, pero en realidad los aborda de manera superficial y los banaliza al hacer bromas de ellos, lo que convierte a las dos largas
–larguísimas– horas de función en una tediosa espera de que alguien diga o haga algo interesante.

De una obra en la que “actúan” David Zepeda o Mark Tacher una sabe qué esperar, pero a ésta, que el miércoles 13 de mayo comenzó en el Teatro Armando Manzanero de Mérida su gira por el interior del país, había que darle el beneficio de la duda por su elenco de actores desconocidos, su origen de exportación (un aspecto a favor en el sentido de que ya había probado su éxito con otros públicos) y sus inicios en un foro independiente, del que pasó a un escenario más comercial por el interés de la audiencia.

Tal vez esa audiencia está más dispuesta a tolerar una obra de un solo acto que deja pasar de 15 a 20 minutos desde su inicio antes de plantear un problema en el cual centrar la atención. Porque antes de que esto ocurra los personajes protagonizan una suma de sketches (se insultan, tontean…) que no aportan información sobre sus personalidades ni sobre la trama.

El primer “gran tema” que tratan es el del consumo de drogas, que el propio entrenador provee a los jugadores.  Cuando Lorens (Eduardo Vaughan) le grita al coach Bocha (Pablo Perroni) que no se quiere drogar, el ajetreo en el escenario se detiene y desde las butacas se piensa que ahora sí esto se va a poner serio. Pero lo que sigue es un diálogo repetitivo entre Bocha, Lorens y otro de los jugadores en el que el primero asegura que la sustancia que les está repartiendo no es droga, el segundo se pregunta: “¿Entonces no es droga?” y el tercero le dice: “Sí es droga”. Cuando le preguntan a Lorens por qué no quiere drogarse, su respuesta es: “Porque mi papá no quiere”… Es un argumento tan contundente y convincente que nadie lo rebate… y minutos después la discrepancia se zanja cuando Lorens, motivado por los discursitos de autosuperación personal que sus compañeros pronuncian después de una fallida entrevista por televisión con un canal de México, le dice al entrenador: “Sí me voy a drogar”…

Por si no era suficiente el absurdo al abordar este tema, se recurre después a la burla: cuando Lorens sale del baño luego de consumir el estimulante, vomita y actúa como si estuviera borracho; sus compañeros, lejos de procurarle atención, lo ignoran y manipulan, en un supuesto intento de la obra por resultar humorística. Entonces hay que preguntarse: ¿Es el dóping un conflicto en esta historia? ¿Estamos ante una comedia que toma con ligereza asuntos graves de la vida real? Y, sobre todo, ¿todas estas situaciones nos conducen a algún lado en la trama?

Otro supuesto tema serio es el de la homosexualidad, que se trata cuando Pechu (Kevin Holt) es “sacado del clóset” por un compañero con el que discute. Poco a poco los otros jugadores se van retirando del escenario, en aparente señal de rechazo a Pechu, quien se queda en silencio y camina despacio por el vestuario, más como alguien que vaga por un lugar desconocido que como alguien incómodo por una revelación inesperada. Uno de sus compañeros se le acerca y le dice que sabe que no es gay, Pechu responde: “Pues sólo ve y diles que no lo soy” para aclarar la situación, pero el jugador le dice que no lo puede defender en público porque entonces los demás van a pensar que él sí lo es. Y tan tan, fin del gran tema, no se vuelve a tocar más, excepto por el siguiente parlamento de otro personaje, Silvestre (Fernando Bueno), que incoherentemente trata de explicar la “teoría del pulpo” según la cual uno de cada 10 hombres es gay.

Entre las dos horas de “Vestuario de hombres” hay algunas cosas rescatables:
La actuación de Bueno, el único que parece realmente haber construido un personaje.
La Haka, que el equipo baila antes de salir a jugar la final de lacrosse y que, aunque no fue realizada con gran apego a la danza ritual, al menos fue un momento de frescura.
La indicación final de Bocha, que pide al equipo, después de ser confrontado por su corrupción, destruir el vestidor, lo que nos muestra a un hombre sin escrúpulos perfectamente creíble.
 Y la última reflexión sobre el dóping, porque al final (literamente) sí hubo una que sonó seria e interesante, en la que el jugador líder cuestiona a sus compañeros, entre los que empezaba a surgir el remordimiento por haber triunfado con trampa: “¿Creen que estamos aquí porque somos muy chingones?”.  Y les subraya que él sí tiene el valor de hacer lo que se necesita para tener un poco de satisfacción en la vida.

En la función de las 9:30 p.m. el teatro fue ocupado en una cuarta parte de su capacidad. La anterior presentación fue a las 7. 

Escena de "Vestuario de hombres" (foto tomada
de la web de Diario de Yucatán).

jueves, 16 de mayo de 2013

Comienza una nueva etapa


Parecía que, si no todos, sí muchos estados de ánimo se habían dado cita en la presentación oficial de la Orquesta de Cámara de Mérida en el Centro Cultural Olimpo.

Era ese jueves 9 de mayo el inicio formal de una nueva etapa de la agrupación bajo la dirección del violista Russell Montañez Coronado, quien ya la había conducido hacía cerca de una década. Russell es también integrante de la sección de violas de la Sinfónica de Yucatán, así que debe ser por su cercanía con la orquesta mayor del Estado que entre los músicos de la camerata hubiera considerable número de instrumentistas de la OSY, comenzando por su concertino, Salvador Velázquez Ávila, y terminando con los alientos invitados que acompañaron a las cuerdas en la última obra, la Sinfonía número 25 en Sol menor KV 183 de Mozart, entre los que estuvieron los cornistas Juan José Pastor y Samuel Rafinesque y el oboísta Alexander Ovcharov.

Además, la solista invitada de la noche para tocar en el Concierto para piccolo, cuerdas y continuo en Do Mayor de Vivaldi fue Zendra White, también integrante de la Sinfónica yucateca. Este concierto convirtió al auditorio del Olimpo en un primaveral campo de juegos envuelto en trinos que en el segundo de los tres movimientos, cuando parecían muy cercanos al sonido de la voz humana, produjeron una sensación de felicidad templada.

Fue un efecto diferente al producido por la primera obra del programa, el Adagio en Sol menor para cuerdas y órgano sobre un bajo cifrado de Albinoni, de Remo Giazotto, marcado por la melancolía y un tono a veces sombrío.

El ánimo desbordado marcó el final de la noche con la sinfonía de Mozart, de inicio enérgico, intenso, cualidades que también distinguieron al cuarto movimiento y que tuvieron descanso en el segundo, de andar pausado sin llegar a lo nostálgico, y el tercero, que sin embargo fue más vivaz.

Al final del concierto, que estaba anunciado para las 9 pero que en realidad comenzó 8:30 con una charla del director sobre el programa, los músicos reclamaron la presencia de Russell en el escenario, del que se había despedido, golpeando sus pies en el suelo. En respuesta, el director les levantó los pulgares.

Como otras funciones de la Orquesta de Cámara, el auditorio estuvo a medio llenar y, también como en otras funciones, no faltó el que decidiera retirarse antes de que la presentación terminara.


El auditorio "Silvio Zavala Vallado" del Olimpo en la
presentación de la Orquesta de Cámara de Mérida.

Zendra White en su actuación solista.

La Orquesta de Cámara de Mérida interpreta la Sinfonía
número 25 en Sol menor KV 183 de Mozart.


lunes, 6 de mayo de 2013

El "Bolero" de Viengsay



Viengsay Valdés en "Bolero" de Érika
Torres (foto de Leslie Santos Bonilla).

Viengsay Valdés no es buena bailarina por hacer balances que duran varios segundos o por girar con fuerza y a gran velocidad. Es buena bailarina porque es buena artista.

En el Festival Internacional de Ballet de La Habana de 2010 Viengsay eligió para presentar en un programa de concierto la misma coreografía que Erina Takahasi, del English National Ballet: “Non, je ne regrette rien” de Ben van Cauwenbergh. Ambas se mostraron eficientes técnicamente, pero mientras Erina la interpretó sin una emoción en especial, Viengsay cerraba los ojos y adoptaba una expresión como de mujer locamente enamorada hablando del objeto de su afecto.

Aunque en ese momento me pareció que la coreografía no necesitaba tanta carga emocional, fue una prueba más de cómo Viengsay asume sus papeles: los convierte en personajes con sentimientos, en discursos, en puntos de vista.

Ésa es una de las razones por las cuales “Bolero”, la coreografía que Érika Torres creó para ella y que la cubana estrenó en el cierre de “Danza de América”, el jueves 2 de mayo en el Teatro Peón Contreras, me pareció el mejor momento del programa. Esa noche ya se había visto a Viengsay haciendo aquello por lo que es famosa, retando a las leyes de la Física con sus balances  y sus fouettés en el pas de deux de “Don Quijote” con Osiel Gounod, así que cuando llegó “Bolero”, con su lenguaje contemporáneo, sus líneas desfiguradas y su distanciamiento de los actos gimnásticos tan asociados a la cubana, sentí una oleada de frescura, un “vaya, por fin” porque se le dio la oportunidad de demostrar que su rango de interpretación es mucho más amplio que el de esos clásicos que le salen tan bien pero que la han encasillado como bailarina.


Mayvel Miranda (en el aire) y Adrián Leyva, en "Bolero"
(foto de Leslie Santos Bonilla).

El de “Bolero” es además un papel que le ajusta a la perfección. A Viengsay se me hace un poco difícil creerle en personajes frágiles o vulnerables, como en “La muerte del cisne”, que también bailó esa noche, o haciendo de Odette en “El lago de los cisnes”, pues por su figura musculosa y algunos datos que me han llegado sobre su vida personal la percibo como una chica sensible pero fuerte y aguerrida. Justamente es ésa la sensación que me transmitió en “Bolero”, en la que es una mujer  que se relaciona sin temor al tú por tú con seis varones, con los que en un principio parece mimetizarse al formar un solo bloque con ellos y realizar sus mismos movimientos.

Pero hay otra razón por la cual me gustó “Bolero”: por la coreografía. Érika Torres explicó días antes del estreno que la había situado en la década de 1920 y se había inspirado en las vanguardias de la época. La estética de estos años se llevó a escena con el vestuario, pues los seis varones llevaron traje completo y Viengsay, un vestido de flecos de colores oscuros y peinado recogido hacia atrás. La pieza comienza cuando los bailarines caminan alineados en horizontal hacia la boca del foso de la orquesta y miran unos segundos al público (¿lo estarán descubriendo o retando?). Regresan al centro del escenario y forman un grupo compacto del que se separa el primer solista varón para bailar. Le siguen otros hasta que todos están en movimiento y poco a poco Viengsay, hasta entonces una figura más del grupo, comienza a concentrar las miradas, un protagonismo que mantendrá hasta que se escuche la última nota compuesta por Maurice Ravel.

Adrián Leyva, César Pérez, Léster Díaz, Viengsay Valdés,
Mayvel Miranda, Yojan Herrera y Miguel Hevia
(la fotografía es de Leslie Santos Bonilla).

A diferencia de otras obras, en “Bolero” al espectador no se le permite ser pasivo; no le están contando una historia, pero el vestuario le sugiere un trasfondo, así que debe lidiar con esa  incertidumbre, además de procesar imágenes barrocas extraídas, según informó la coreógrafa, de un ejercicio de improvisación. Me resulta especialmente atractiva la manera en que Érika juega con el caos y el orden, con movimientos de los bailarines que resultan chocantes junto a las simetrías del conjunto.

Con Viengsay bailaron Miguel Hevia, César Pérez, Léster Díaz, Yojan Herrera, Mayvel Miranda y Adrián Leyva, todos ellos integrantes de la Compañía de Danza Clásica de Yucatán.


Bailarines de la Compañía de Danza
Clásica de Yucatán en dos momentos
de "West Side Story", de Adrián Leyva
(fotos de Leslie Santos Bonilla).
Adrián además de bailarín es coreógrafo. Él creó el otro estreno del programa, “West Side Story”, que usó la música de Leonard Bernstein y se inspiró en “Amor sin barreras”, aunque Adrián aclaró que no era una recreación de esa obra. Y no lo fue. Aunque en un momento se ve a tres solistas tronando los dedos como en una de las escenas del musical, se trató de un ballet de líneas compuesto con un lenguaje neoclásico, dinámico y animado en el que la Compañía de Danza Clásica de Yucatán demostró sus avances y potencial. Por desgracia, frente a los talentos de los dos invitados principales de esa noche su presentación resultó modesta.

El programa “Danza de América” tuvo una segunda función, el sábado 4 en el mismo teatro.