Fue una motivación económica, no interés literario, lo que
puso en mis manos el primer libro de Umberto Eco que leí. En una visita a la
librería encontré un ejemplar con el nombre del escritor a un precio lo
suficientemente bajo como para pensar que no me molestaría haber hecho el gasto
si al final no me gustaba la obra de alguien de quien sólo conocía su ficha
bibliográfica.
Era “La isla del día de antes”. Y sí, el precio no se
correspondía con el valor real de la novela. Porque ninguna cantidad puede equivaler
a la erudición de la narrativa de Eco, maestro de sintaxis, de vocabulario, de juegos
mentales tan agotadores como fascinantes. La leí con avidez –no sin dificultad–,
cautivada por su lenguaje (la historia está escrita con los términos que se
usaban en el siglo XVI), su trama, su humor y el desafío al que alude el
título: el protagonista está en un bote anclado a unos metros de una isla en el
límite de dos husos horarios; bajar a ella significa moverse entre el hoy y el ayer…
Esas cualidades las volvería a encontrar, en diferentes
combinaciones y grados, en los siguientes libros que, ahora sí sin tacañería de
por medio, fui comprando donde era posible hallarlos: “La misteriosa llama de
la reina Loana”, “El cementerio de Praga”, “El nombre de la rosa”, que me
entristeció terminar por habérseme agotado la fuente de aventuras y misterios a
la que me había hecho dependiente.
Empecé “Número cero”, pero decidí hacerla a un lado para afrontar
el reto de “El péndulo de Foucault”. La noticia de la muerte de Umberto Eco me
encuentra en la recta final de esta lectura, que me ha confrontado con mi
ignorancia sobre principios matemáticos y me ha hecho preocuparme por los
editorialistas del mundo que diseñan planes secretos y se los atribuyen a los Caballeros
Templarios.
Estoy triste porque el abrevadero de aventuras y misterios se
ha secado de manera definitiva, pero feliz por las oportunidades que me dio de sumergirme
en sus aguas. Buen viaje, Umberto. Adiós, Eco, el erudito.